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Y todo comienza noventa y nueve años antes de la desaparición de la misteriosa doncella y la Octava Puerta. Bajo el reinado del rey Balduino II de Jerusalén. En la primavera del año 1120, en el viernes 13 de mayo. Siendo, cuando en aquel día el sol apuntaba en lo más alto y, un caballero templario, que se ordenó para asimismo y el resto de cuantos con los que se relacionara, que su nombre fuera perdido para que nunca pudiera ser revelado.

Aquel caballero sin nombre, y cuyos antepasados de la época del final de la Alta Edad Media, que se cuenta que eran oriundos de la ciudad de Jayyān, hallábase excavando sobre los cimientos del Templo de Salomón para improvisar un techo de tupida tela sostenido por palos puntiagudos hincados sobre la tierra para cobijarse del abrasante sol en su hora centinela. Cuando, de pronto, en un aplastado receptáculo, encontrase una serie de objetos del bienquisto ajuar del rey Salomón. Y que, como inadvertido tesoro y bajo un pálpito envuelto en un gran halo esotérico, a poco tiempo después de su hallazgo, por seguridad y secretamente, trasladaría hasta la lejana ciudad de los que se dice eran sus antepasados, Jayyān. A un lugar de esta, donde la joven Orden del Temple, por entonces, y aunque documentalmente, a día de hoy, no aparezca registrado, pues de la historia, por seguridad de la no identificación identitaria, la datación también fue perdida, ya contaba con un recóndito asentamiento en pleno cerro. En las propias entrañas de este, en la parte más alta de la amurallada ciudad entroncada.

Aquel caballero templario reconoció el verdadero valor de su hallazgo.

Como hombre que decían que desde niño había sido instruido en las distintas materias del conocimiento, supo de la gran importancia que aquel descubrimiento tenía para el mundo en su advenimiento.

El punto exacto del lugar donde lo encontró dio a su comprensión las claves para saber ante qué se encontraba… 

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Se sentía afortunado.

Envolviendo de fe su ánima y de hierro su cuerpo; con su honor y su misma vida defendería lo que la Divina Providencia había puesto ante sus ojos y sobre sus manos.

Habiendo transcurrido ya trece días de tan excelsa hallada. Tres de sus compañeros, caballeros franceses, acudiendo a reclamar su presencia para la cena, le sorprendieron metiendo en un cofre el último de aquella serie de objetos que por aquel momento visionaba y que antes había hallado.

Aunque ninguno de ellos preguntó ante su desaire rápido que flagrantemente delataba ocultación.

Fue en ese momento cuando tomó conciencia del peligro que corría su valioso hallazgo. Tenía que pensar qué hacía. El anochecer ya estaba cerca y sería propicio para ello…

La noche comenzó a dar paso a un nuevo día.

Al amanecer, los cuatro caballeros templarios se unieron al total del grupo militar cristiano y al trote comenzaron la patrulla rutinaria para seguir avanzando en sus conquistas.

Los fastuosos colores visualizados en el horizonte presagiaban un espléndido día.

Al cabo de unas leguas el afortunado caballero templario rompió aquella formación, que más que a nada se asemejaba a una caterva. Su intención no era otra que regresar a la fortaleza de donde habían partido, para en soledad y sin sospechas, comenzar con la estrategia de poner a salvo aquello que tremendamente le hacía tan venturoso.

Ya, una vez en las estancias, se puso en marcha con el plan que había urdido. Avivó el fuego sobre la base de los rescoldos que habían sobrevivido a la noche. Y ante el vigor de este, depositó su espada por la parte de la empuñadura. Aguardó el tiempo suficiente hasta que el metal cogió incandescencia. Siendo entonces valeroso, cuando, asiendo su espada, la arrimó hasta su rostro, cuatro veces. Una en su frente, otra en su mentón y otra repetida, sobre una y otra mejilla. Su cara quedó destrozada. Irreconocible… Siendo este hecho el primero de ellos para el comienzo irrefutable de perder su nombre.

Y así, desde la lejanía de su cruzada, fue como lo quiso aquel caballero templario de nombre perdido. Que fuera desde aquel Jayyān hasta al que hoy es el Jaén contemporáneo. Y para el mundo entero le hiciera, desde la tierra de sus achacados antepasados, y aunque estos

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