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Adelaida apretaba los labios conteniendo las ganas de darle mil escobazos al desaliñado de su marido. Si no fuera por el cariño que le había cogido con el paso de los años, a este “mince” ya lo habría echado con una patada de la cama en mitad de la noche – pensaba. –Venga, padre. Tenga usted ánimo, que madre ya mismo acaba. Écheme un vistazo, no pierda de vista lo bien que me ha dejado. ¿Me ve usted…?, parezco otro. – sonrió de satisfacción sin quitar la vista de las mangas de la camisa mientras se pasaba una mano y después otra por cada brazo alisando en lo posible el tejido. La madre miró a su hijo complaciente del buen trabajo que había hecho con él. ¡Qué buena estampa tiene mi Antón, es el más guapo de todos! – pensaba la madre orgullosa. Lorenzo a cada estirón se escurría en el asiento de la silla buscando una salida al suplicio. –Adelaida, sé prudente con el peine, que la prudencia y el caldo de gallina no hacen mal a nadie – dijo irritado y muy resignado a su esposa. La mujer sopló. Por fin había acabado de peinar a su esposo. Le retiró el paño de los hombros que le había colocado, lo sacudió y lo dobló tres veces guardando el peine entre la tela.

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¿PUEDO AYUDARTE?