1

 

TE ANDAN BUSCANDO

Bowie, que había sido fan de Pink Floyd durante la época del UFO —el legendario primer club underground de la era psicodélica, donde estos solían actuar—, dijo en una entrevista que le hicieron en el 73, que tras la marcha de Syd, para él ya no hubo más Pink Floyd. 

—Celia no tiene los ojos de perro azul. Los tuyos sí que son casi grises y perrunos; los suyos… los suyos, sin embargo, son un bosque que no te deja ver más allá. 

—¡No me jodas, Julio!, ¡para mí sus ojos siempre serán de perro azul, y basta! —. Cuando se agarraba a la cola de sus neuras, era mejor no llevarle la contraria, aunque yo me decía —solo para mí—: eppur si muove, y la mirada de Celia es boscosa

Empezaba a agobiarme, no tanto por aquel martilleo incesante de Jose Miguel, sino por la sobreexposición a las radiaciones celianas que ello conllevaba. Conforme mi amigo Bermúdez terminaba de inyectarse una dosis de melancolía, después me pasaba los bártulos a mí, y yo… yo nunca le hice ascos a un chute de aquellos ojos de perra rara, o de lo que demonios hubiera dentro de su mirada.  

Hasta que llegó aquel día de la doble cita. La cosa era más o menos de la siguiente manera: Celia y yo salíamos con Jose Miguel y con Nuria —una amiga de ella—. Pero desde la cabeza de Jose Miguel todo se veía diferente. Para él, Celia lo había invitado a salir, aunque Nuria y yo también asistiríamos, tal vez en calidad de carabinas, pero eso a él le importaba un carajo, porque iba a salir con Celiaojosdeperroazul , y por ello se sentía el tipo más feliz del universo. 

 No negaré que disfruté de aquella tarde tanto o más que él. Celia y su amiga lo habían previsto todo. Para romper el hielo, comenzaron con un clásico: el viejo juego del «Tío Maragato»; si nos liábamos con el trabalenguas, en pago nos tocaba echar un trago de fifty fifty, un cóctel originario de la ciudad innombrable —de hecho sus habitantes lo llaman fitifiti, trasladando al decir andaluz su nombre en inglés—, que consiste en una copa mitad vino dulce —Pedro Ximénez— y mitad vino blanco —fino—, aunque estoy convencido de que, cuando quienes cometían la equivocación eran ellas, hacían como que bebían. Con alcohol o sin él, mientras recorríamos toda la ciudad cogidos del brazo de ellas —aunque aquella tarde logró conjugar todas las ciudades reales o ficticias, visitadas o imaginadas en una sola—, consiguieron por un instante hacernos sentir los tipos más interesantes del mundo. Por desgracia, solo era un sueño ocurrido en una ciudad que no existía, y Jose Miguel, además, era el único tipo en el mundo de los soñadores, que al despertar nunca recordaba nada de lo que había soñado. 

Me gustaría besarte —volvió a decirle una vez más aquella tarde.  

—Lo echarías todo a perder —dijo Celia. 

—No importa. Bastará con que volvamos a quedar otra tarde. 

Y Jose Miguel ya no regresó más, ni de aquel sueño ni de una infinidad de sueños más que cada noche ocurrían en su cama y que, una vez que había amanecido, aún continuaban ocurriendo en algún lugar impreciso y lejano que el nunca recordaba. Hasta que sucedió aquello.   

Estábamos en un descanso entre clases, cuando Mauricio vino a buscarme. Corrimos los dos hasta la entrada del aulario, donde un grupo numeroso de alumnos y también de profesores se apiñaban alrededor de uno de los coches que había estacionados en el aparcamiento. Cuando llegué hasta la altura del vehículo, pude entrever que se trataba de Jose Miguel: estaba debajo de las ruedas del coche, no porque lo hubieran atropellado; ni siquiera por haberse lanzado delante del coche en marcha; estaba literalmente debajo del coche, parapetado en el resguardo que le circunscribían sus cuatro ruedas. No dejaba de mascullar algo que desde su posición me resultaba ininteligible. Mientras, Leandro, el psicólogo de la Laboral, que permanecía agachado junto a él, se afanaba por calmarlo. 

—Jose Miguel, mírame… calma, Jose Miguel… por favor, mírame… 

Misojosdeperroazulmisojosdeperroazulmisojosdeperroazulmisojosdeperroazul…    

Entonces sí que lo entendí, pues, de repente, su voz se hizo fuerte y clara, a la vez que su cuerpo no cesaba en un balanceo casi mecánico, yendo de uno al otro lado de los bajos del coche. Era como si estuviera buscando una puerta que solo él veía. Y así, cuando pareció que por fin tenía agarrada la manivela de esta, gritó con todas sus fuerzas.  

—¡No abras esa puerta!… ¡el pasillo está lleno de sueños difíciles!… 

Fue la última vez que lo vi todavía como alumno de la Laboral. Al poco rato nos ordenaron que nos marcháramos de allí. Cuando, tras la comida, regresamos al cuarto, sobre su cama, ya sin sábanas, las mantas y la colcha estaban perfectamente dobladas, formando lo que a mí se me antojó una especie de monumento funerario. De hecho, yo me sentía como si, de repente, se hubiera muerto.  Al lado, su taquilla estaba abierta y completamente vacía. Pensé: qué poco han tardado, ¿no?  

No sé qué combate de los librados durante nuestra adolescencia es más complicado: si el que ocurre en nuestro cuerpo, siempre inmerso en una continua transformación, estirándonos y 

2

 

moldeándonos como si fuéramos de plastilina; o el que se da en nuestro interior, desesperándonos e irritándonos hasta el punto de que ya no supiéramos si reír o llorar.  

Durante el resto del curso, y también al siguiente, cada vez que me sentaba en aquel mismo banco donde solía hacerlo con él, sentía como el frío me mordía las posaderas. Y ya podía hacer cuarenta grados a la sombra, que a mí me seguía dando un repeluzno tremendo.  

Poco después de que Jose Miguel se marchara, la Asociación juvenil La Corredera, que había sido creada para desarrollar todos los actos de contenido cultural que se ejercieran en la Laboral, empezando por la semana de Andalucía, nos propuso escribir un libro de relatos a Jose y a mí. No estaría acabado hasta el curso siguiente, pero a partir de ese momento, todo lo que pensábamos, decíamos, respirábamos… aparte de lo que ya escribíamos, cantábamos, y hasta ideábamos, tuvo el brillo de sus ojos cenicientos, mirándonos sin mirar, detrás, a nuestra espalda.  

Primero fue un relato de Jose, por seguir algún orden —así que bueno fuera el alfabético—. Después uno mío, y a continuación, un relato a cuatro manos a partir de una primera idea de Jose.  

Era estúpido todo aquello: la música del viento, el baile de los árboles, de las hojas, de las ideasy tú, tú eras lo más estúpido que me ocurría. De pronto te veía arriba, en el desván del viejo casón, haciéndonos reír a Rita y a mí…   

A continuación, al contrario: uno mío primero, para cerrar con el siguiente de Jose, como dispuso José Manuel Rinaldi —dibujante, pintor, diseñador y el otro hermano Rinaldi—, que, desde que se habían marchado los dominicos, era uno de los educadores del Gran Capitán, además del encargado de la edición de nuestro pequeño panfleto.  

Inspirándose en el relato que Jose y yo escribimos a medias, dispuso que en la portada fuera un dibujo del ilustrador checo Walter Trier, titulado Lectores de «Der Sturm». Esta era una revista expresionista alemana que se publicó en Berlín entre los años veinte y treinta del siglo XX. En el dibujo se ve a dos tipos vestidos elegantemente, sentados en un velador. Cada uno está en un extremo de la mesa, mientras que, sentada entre ambos, una señorita tocada con un simpático sombrero mira absorta hacia un lugar indeterminado. El individuo que hay sentado a la izquierda está escribiendo en una cuartilla algo que a mí se me antoja un poema. Entre los labios sujeta un cigarrillo —al parecer apagado—. Por su parte, el otro sujeto, el de la derecha, está leyendo Deer Sturm. Ella, que también tiene un cigarro en la boca, ha dejado descansar la barbilla en sus manos entrelazadas. Juraría que está mirando en el fondo de su taza, pero no puedo asegurarlo, aunque, si así fuera, por su expresión, parece que hubiera dado con todo el vacío existencial del mundo.   

Esa mujer es Rita, el alter ego de Celia, y un personaje que aparecía una y otra vez en los escritos de Jose, como también ocurrió en aquel relato. En realidad, pocos fueron los momentos que no estuviéramos los tres juntos —salvo ese breve tiempo en que fuimos cuatro, claro—, hasta que ellos dos dejaron de ser pareja, hecho que dio lugar a una serie de posibilidades diferentes: Jose y yo, o Celia y yo. Y solo en algunas raras ocasiones: Jose y Celia, o Jose, Celia y yo 

Las ironías de la vida se producen en cualquier ámbito; también en la música, cómo no. Pero, curiosamente, fue durante el período de inactividad de Syd Barret en Pink Floyd cuando sus ingresos empezaron a aumentar. La llegada de royalties por el recopilatorio Relics, la versión de See Emily play que hizo el propio Bowie, junto a la reedición en un doble elepé de los primeros discos que titularon A nice pair, lo hicieron acreedor de una no muy despreciable fortuna.  

David Gilmour, que había sido un viejo conocido de Barret, de cuando los primeros tonteos con la música, lo terminó sustituyendo en el grupo. El 5 de junio de 1975, mientras andaban en la grabación del Wish you were here, David se encontró merodeando por los estudios Abbey Road a un tipo con sobrepeso y la cabeza afeitada que no paraba de curiosear y toquetear el equipo. 

—¿Quién coño es ese tío? —, decían todos, pero Gilmour ya lo había reconocido. Dos o tres de los presentes aquel día lloraron al saberlo; Syd estuvo allí sentado largo rato, incluso habló un poco, pero era como si no estuviera: ni a lo que decía ni a lo que ocurría… 

Un día de primeros de mayo de 1983, a la hora del recreo, lo vimos aparecer por el pasillo que daba a las aulas de COU. Jose y yo salíamos de clase, cuando nos dimos de frente con él; era el mismísimo Jose Miguel Bermúdez. 

Nos saltamos el resto de las clases y estuvimos con él toda la mañana. 

—¿Entonces, Celia ahora sale con aquel pijo medio militar?… Bueno, parece que a fin de cuentas no me he perdido mucho, pero me habéis decepcionado; esperaba mucho de vosotros tres. 

Jose Miguel estuvo allí sentado con nosotros un largo rato, en el mismo banco de siempre. Incluso habló un poco, pero no estaba realmente en lo que decía; lo delataban sus ojos grises dirigidos hacia un lugar indeterminado de la nada.  

Lo veo ahora, observándonos desde esa realidad paralela donde quiera que hubiera ido a parar. Sabe que no fuimos, ni somos, ni llegaremos a ser nunca unos seres excepcionales; que toda aquella energía que parecía que nos iba a impulsar bien alto, toda aquella intensidad terminó provocando, tal vez debido a las mismas ínfulas que nos dábamos, nuestra autocombustión: un hongo de humo oscuro, que apenas dejó una ínfima y decepcionante estela. 

Esta vez sí que se despidió, incluso de Celia. Y por un instante volvimos a ser los tres… y él; los tres que nos quedábamos atrapados para siempre en la Laboral o en el recuerdo que generó, mientras que, desde el fondo del largo e interminable pasillo, sus ojos cenicientos e impávidos aplastaron nuestras sienes.

 

¿PUEDO AYUDARTE?